La impaciencia y la ansiedad han sido fieles acompañantes en mi vida. He forjado una personalidad de resultados, siempre queriendo saltarme el proceso, directo a la “meta”. Una personalidad que está muy arraigada a nuestra cultura –aunque no quiero quitarme responsabilidad de ello– mi personalidad se ha adaptado a eso que la sociedad y los padres exigen: resultados. Fui condicionado con narrativas tales como: “hay que graduarse”, “hay que tener hijos”, “debes tener un trabajo estable”, “debes ser exitoso”… En lugar de: “el aprendizaje es importante”, “enfócate en tu desarrollo personal”, “disfruta lo que haces”, “el fracaso es natural, y lo puedes usar para seguir creciendo”.
Estas últimas son narrativas que programan la mente para enfocarse en el proceso y no en el resultado. Pero la programación lingüística nos orienta a apresurar el proceso. Inconscientemente fui desarrollando la idea de que debía cumplir estas metas, independientemente del proceso, y me apuré. Me apuré para aprobar una materia, para graduarme, para tener un trabajo estable, para llegar al fin de semana, para salir de vacaciones, para cobrar el cheque… Parecía que tenía a Jenny gritándome a lo lejos, con la sociedad persiguiéndome, y empecé a correr. Corrí sin mirar a los lados, sin detenerme a observar, sin presenciar, sin vivir.
Hace unos años, cursando la carrera de Derecho, tuve un profesor de filosofía al cual tildé de mediocre. En la primera clase nos preguntó: ¿qué es el derecho?, en mi mente surgieron un montón de ideas que había diseñado durante 2 años en la facultad. Después de una retahíla de respuestas jurídicas, el profesor se limitó a responder: “es una palabra”.
Mi mente se aventuró a cuestionar: ¿qué quiere decir con que el derecho es una palabra? evidentemente es una palabra, y todas son palabras, esto que estoy diciendo es una palabra. No tenía ningún sentido para mí que la respuesta del PROFESOR DE FILOSOFÍA fuera algo tan obvio.
En la siguiente clase nos da otra indicación: «tendrán las preguntas de los exámenes al inicio de cada semestre». ¡La gota que rebalsó el vaso!. Las preguntas del primer exámen eran conceptos básicos como el derecho natural y derecho positivo, que ya venía estudiando desde primer año. Decidí no ir más a clases, tenía dos años viendo esos conceptos, no encontraba el sentido de ir a clases para responder preguntas que ya sabía. Llegó el día del examen, respondí alegremente mis dos preguntas y salí confiado del aula. ¡CERO SEIS! No tenía palabras para mi indignación, estaba completamente contrariado y malhumorado, me decía: “¿cómo este señor caletrero me va a raspar?”
Luego de esa revisión, asistí a una que otra clase, seguía sin darle crédito a sus enseñanzas. Era ese estudiante fastidioso que cuestionaba todo lo que decía el profesor, lo veía con desagrado, mientras alzaba la mano para dar mi punto de vista –porque obviamente el chiquillo con dos años de derecho tiene una perspectiva más acertada–. Como no asistía a clases, y tampoco quería reprobar, tuve que buscar otra forma de estudiar .
No quería tratar de entenderlo, ni siquiera de escucharlo.
Llegó el segundo examen parcial. Esta vez “vomité” todo lo que sabía con lujo de detalles. Mientras escribía me sentía indignado de estar escribiendo todo ese “caletre” sin sentido, que tuve que memorizar para poder vaciarlo en unas hojas.
¡CATORCE! Me volvió el alma al cuerpo, no era la mejor nota pero era la que necesitaba para ir al final: resultados. Durante la revisión, el profesor nos está sermoneando, yo no escuchaba el sermón, estaba conmocionado por la nota, pero luego escucho mi nombre, el profesor se dirigía a mí, volvió a decir: –¿César, cuánto sacaste?– yo respondí: –catorce–, conmocionado ahora por el hecho de que este profesor me tomara en cuenta, luego me preguntó –¿vas a final?–, y me limité a responder: sí. Luego se vuelve a dirigir al resto de la clase y les dice: –¿Ven? César nunca viene a clase y va para el final, es cuestión de dedicarse y blah, blah, blah…– Todo lo demás se volvió irrelevante para mí, yo sentía que quería dejarme en evidencia y continuaba mi desdén irracional.
Para el exámen final hice lo mismo, sin muchos ánimos de siquiera entrar a clases. Ya tenía las preguntas, me dediqué a leer los textos necesarios para responderlas. ONCE: el fin de ese calvario.
Recientemente, estuve leyendo sobre el estoicismo y recordé eso que me “caletreé” en clases de filosofía, y me di cuenta de que nunca fue memorización, yo no podía memorizar tanta información y retenerla por tanto tiempo. Todo lo que escribí en los exámenes fue APRENDIZAJE, de una manera menos ortodoxa, pero lo fue.
Estuve escuchando una conferencia de Borja Vilaseca en donde busca explicar lo que es el ser, y afirma:
«Yo no soy Borja Vilaseca, aunque suene raro, así es, esas son solo palabras, usadas para identificarse en la sociedad. La verdadera esencia es innombrable, es lo que es, es consciencia, y no tiene nada que ver con eso con lo que fuimos condicionados, programados o nombrados».
Entonces la primera clase de filosofía tuvo sentido: el derecho es una palabra, y solo eso, las cosas son lo que son, y es algo tan obvio que parece absurdo, lo importante es su esencia, la verdadera naturaleza, y no lo que la programación lingüística y cultural determine que sea. Era un abreboca para desaprender todo lo que habíamos aprendido en las materias jurídicas, y darle paso a un nuevo proceso de aprendizaje.
Desaprender es algo que no me permitía hacer, estaba condicionado a acumular información y apegarme a ella como una verdad absoluta. En realidad lo único absoluto en ese momento era mi arrogancia, y aquella persona que me invitara a emprender ese proceso de “desaprendizaje”, iba directo al foso.
Hasta hace poco, este era el peor profesor que yo había tenido en la vida. Nada más alejado de la realidad. Este profesor me hizo cuestionar mis conocimientos, pensar más allá del aula de clase, investigar más allá de la academia. Me di cuenta que soy ignorante, que no sé nada de la vida, mucho menos de Derecho o Filosofía. Este profesor solo era un estímulo para liberarme de la armadura de arrogancia que me impedía entender, desaprender lo aprendido, y ver otra realidad más allá de la mente. Ahora entiendo que todo es un proceso, y cada proceso es perfecto. Esta idea no la habría podido considerar en el nivel de consciencia que tenía en ese momento.
Agradezco enormemente a este profesor. Lo que consideraba tiempo perdido se ha convertido en tiempo invertido en mi proceso evolutivo y educativo.
Es impresionante como el aprendizaje está en todos lados, todo es cuestión de percepción. No depende del profesor, depende de mí. La verdad está dentro de mí, y la vida nos coloca estímulos para ir en esa dirección. A veces los estímulos no son tan explícitos o no tenemos la suficiente consciencia para entenderlos, pero hasta que no lo entendamos, esos estímulos seguirán apareciendo, puede que en formas distintas, quizás en una planta.
Ahora disfruto mi proceso de aprendizaje, con todo lo que implica, no me estoy apurando para obtener resultados. Aprovecho cada estímulo que me arroja la vida, que no me da lo que quiero, sino lo que necesito para aprender. ¿Y aprender qué? pues a vivir, a silenciar a Jenny y dejar la carrera, a dejar de perseguir resultados para satisfacer expectativas socioculturales, a dejar de identificarme con la mente y con su juego de parches de satisfacción momentánea (premios, reconocimientos, grados, títulos, dinero, parejas…), a desaprender toda esta programación que tiene años y años de elaboración, y poner el foco hacia adentro, hacia lo verdaderamente importante.
Sobre la musa para este escrito:
Se trata de la hoja de una mata que mis amigos tomaron de la calle y la colocaron en un vaso de agua. La hoja estaba encima de la mesa. La veía todos los días cada vez que desayunaba.
A medida que transcurrían los días, fue saliendo una raíz de su tallo, esto me emocionó genuinamente: ¡cada mañana, presenciaba el milagro de la vida en un vaso de agua! La raíz se hacía más grande y empezó a salir otra hoja.
¿Cómo una simple hoja de una mata arrancada, podría encontrar un ambiente tan óptimo para vivir en un vaso de agua? La respuesta que me vino, paradójicamente, a la mente fue: la hoja no tiene mente. La hoja no tiene raciocinio para identificarse con el mundo exterior, no se cuestiona la marca ni la forma de su contenedor, no se cuestiona su identidad por estar en un vaso y no en un jardín, no se identifica con el nombre que le colocó su “dueño”, ni con su propósito, ni con una meta o un reconocimiento… La planta es lo que es, y utiliza los estímulos externos (vaso, agua, luz y oxígeno) necesarios para poder crecer, y seguir siendo. Estos estímulos no son buenos ni malos, son los que necesita la planta para vivir. La planta absorbe, sin apuro, lo que necesita para crecer a su ritmo. Y sigue creciendo.
Dedicado a mi profe de filo. Gracias.
“Mientras no logres transformar lo inconsciente en consciente, lo inconsciente guiará tu vida y tú lo llamarás destino”
Carl Jung.
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