Recuerdo dos episodios de mi vida en donde yo no tenía ni idea de lo que estaba haciendo, pero estaba muy feliz haciéndolo, me sentía libre y vivo.
El primero fue como a los 12 años, estaba cursando el primer año de bachillerato y nos mandaron a hacer una obra de títeres. Solo había que hacer el títere pero yo quería que hubiera un escenario. No tenía materiales, así que busqué por toda la casa algo que pudiera servir para hacer un teatrillo. Junté una caja, algunos papeles de seda de colores, periódico, goma de pegar, tijeras y algo más –ya sé, ya sé, veía mucho Art attack–. Debía tener la escenificación de un jardín y no tenía papel marrón para hacer el tronco de los árboles. Tomé un papel de seda naranja y, por encima de este, coloqué un papel de seda negro de manera que la traslucidez del papel hiciera que se aclarara y se tornara un poco marrón.
Al final, veo mi teatrillo, la caja de cartón se convirtió en un paisaje con cielo azul, nubes, sol, árboles a los costados que reposaban sobre un verde pasto con flores, arbustos y piedras. Cuando llegó mi mamá, le muestro mi creación, muy feliz del resultado…
El segundo evento fue cursando 4° año de Derecho. Presentaba un examen parcial en Procesal Civil I, y había una pregunta la cual no sabía su respuesta. Ni siquiera me esforcé por pensar una respuesta, sabía que no me la sabía, así que me puse a redactar algo que parecía tener sentido. Durante la revisión del examen, el profesor dice la respuesta correcta –que evidentemente no era la mía– pero agrega: – La respuesta que más me gustó fue la de César, fue una respuesta con mucha inventiva. Yo no salía de mi asombro, había sacado la nota completa en una respuesta incorrecta, solo porque había inventado algo.
¿De dónde salió esa inventiva para crear un teatrillo y una respuesta “incorrecta”?
Aún no estoy seguro. Lo único que sé es que no vino de mi mente. Evidentemente utilicé la mente para crearlo, pero la fuente de la creación no estaba ahí. Mi mente solo fue una herramienta más –como el papel de seda o el bolígrafo– que utilicé para dejar salir esa cosa que salió. La fuente de esas creaciones estaba en un nivel más arriba de la mente, donde había “algo” que podía agarrar mis ideas, como una mano a una pieza de dominó, y plasmarlas en una caja de cartón o en una hoja de examen, de manera que pudiera ganar la partida con un doble seis muerto.
En un mundo donde los troncos de los árboles no son negros con naranja y el proceso civil venezolano es uno y no otro, había una imposibilidad posible desde otro nivel de consciencia.
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